¡Buenos días!


Hoy os traigo un cuento que creo nos vendrá bien ante momentos de frustración. Mezclaremos lectura y emociones.
Con él se nos muestra que toda esa energía que movilizamos y que tiene un nombre: “la ira”, podamos canalizarla y no reprimirla, evitando que se convierta en “furia”, y así no dar paso a lo siguiente, que es “el resentimiento”, y que acabará convirtiéndose en lo peor y en lo que más contamina de todo: “el odio”.

“Las cicatrices de la ira”

Se cuenta que había una vez un niño que siempre estaba mal humorado y de mal genio. Cuando se enfadaba se dejaba llevar por su ira y decía y hacía cosas que herían a los que tenía cerca. 
Un día su padre le dio una bolsa con clavos y le dijo que cada vez que tuviera un ataque de ira clavase un clavo en la puerta de su habitación. 
El primer día clavó treinta y siete. En el transcurso de las semanas siguientes el número de clavos fue disminuyendo. Poco a poco, fue descubriendo que le era más fácil controlar su ira que clavar clavos en aquella puerta de madera maciza. Finalmente, llegó un día en que el niño no clavó ningún clavo. 
Se lo dijo a su padre y este le sugirió que cada día que no se enojase desclavase cada uno de los clavos que hundió en la puerta.
Pasó el tiempo y, un día, le dijo al padre que ya había sacado todos los clavos de la puerta. Entonces el padre cogió la mano de su hijo, lo llevó a la puerta de la habitación y se la pasó por ella, y le dijo:
-Hijo, lo has hecho muy bien, pero mira los agujeros que han quedado en la puerta. Cuando una persona dice cosas con ira, las palabras dejan cicatrices como estas. Una herida verbal puede ser tan mala como una herida física. La ira puede dejar señales. ¡No lo olvides nunca!


¿Qué te sugiere esta historia? 

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